miércoles, 11 de enero de 2017

CUENTO: "MUERTOS QUE HABLAN " ( AUTOR SAÚL BRICEÑO FERNÁNDEZ,2016 )

En los Andes y sobre todo en Trujillo ha perdurado la costumbre de permanecer con el difunto toda una noche, como un signo de solidaridad, manteniendo costumbres ancestrales: es una velada de reconocimiento a quien perece. Cada quien tiene una cosmovisión del más allá. Teniendo 12 años asistí al primer velorio y la sorpresa no fue mayor, a las doce de la noche el muerto se estiró y la urna se abrió, la carrera fue mayor. El muerto quedó solo.
De cuentos o anécdotas privan la del entierro de la señora Rafaela Baroni, quien murió y en pleno entierro despertó y quienes llevaban el ataúd dejaron la peluca, ella todavía guarda el ataúd en un museo en su vivienda en Betijoque.
En Mérida se hizo leyenda “Pedro el de los perros” un hombre de mucho caché social y se entregó en vida a los vicios, llegando a mudarse a Lagunillas y vivir de un basurero, de allí recogía desechos y construyó su vivienda, adoptó todo tipo de perros que eran botados al basurero, llegando a recoger más de 140, haciéndolos su familia. Un día enfermó. Murió en un hospital de Mérida, siendo llevado a una funeraria y, faltando 10 minutos para salir el féretro, se aparecieron los perros y se echaron al rededor del muerto, luego se fueron misteriosamente. ¿Cómo hicieron los perros para llegar al sitio? ¿Quién los orientó para estar a la hora precisa?
Otro caso es el de la señora Evangelina, mujer casta y pura que tomó los hábitos de monja toda su vida y en su entierro se aparecieron dos estelas de mariposas blancas y amarillas y sobre el féretro dibujaron una imagen del Santo Rosario.
En la calle arriba de mi pueblo se murió un beodo y en su entierro se desprendió un táparo de avispas “mata perros” y atacaron a todos y salieron en estampida, dejando al difunto en plena carretera.También  recuerdo que asistí al sepelio de mi vecino y amigo de infancia Renato Avila, quién en vida regentó una bodega detrás de la catedral de Trujillo, allí todos los días cumplía con el hábito de dar de comer a un centenar de palomas; cuando íbamos ruta a la catedral se hizo un pare con el ataúd frente a su bodega y los acompañantes del féretro pudimos  observar en pasivo y misterioso silencio la repentina aparición de infinidad de palomas que sobrevolaban por encima del féretro y luego se montaron en el techo de la bodega, luego al seguir ruta hacia la catedral las palomas volaron hacía el campanario de la catedral. Los acompañantes terminaron afirmando que lo que se veía era una justa despedida en agradecimiento al amor que manifestó el amigo por este tipo de aves.       
Parece que los muertos tienen su última palabra o su peculiar despedida.

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